Luna se miró al espejo aquella mañana, como lo hacía cada día, pero esta vez no apartó la vista rápidamente como solía hacerlo. Allí estaba ella, una mujer de 40 años con el cabello enredado de dormir, ojeras dibujadas por las noches de insomnio y una mueca de cansancio que parecía haberse convertido en su expresión natural. Encima de la mesa, junto al espejo, un montón de pendientes acumulados esperaba su atención, pero ella no lo veía. En cambio, su mirada seguía fija en sus propios ojos, como si estos le contaran una historia que había olvidado.
Habían pasado años desde que Luna dedicó un momento a sí misma sin sentirse culpable. Su vida estaba llena de obligaciones como madre, compañera, empleada y amiga, pero ninguna de esas etiquetas parecía encajar bien con quién era. Había olvidado cómo se sentía ser ella misma, la mujer que reía sin motivo y soñaba sin límites. El espejo no mentía, y aunque reflejaba el cansancio, también mostraba una chispa escondida, un brillo casi imperceptible que la desafió a mirar más allá.
Ese día, algo cambió. Luna decidió hacer algo diferente, algo pequeño, algo solo para ella. Lejos de compararse con las imágenes de perfección que inundaban su vida digital, caminó hasta la librería de su barrio en busca de un libro sin motivo aparente. En una esquina polvorienta, encontró una libreta de tapas moradas, sencilla, pero con un título grabado en letras doradas que le llamó la atención: “Tu propia historia comienza aquí”. Era una agenda vacía, pero Luna sintió que el universo le hablaba directamente a ella.
Esa noche, después de acostar a sus hijos y antes de perderse en las pantallas, Luna abrió la libreta. Al principio, no sabía qué escribir. Dio vueltas a la pluma sobre la hoja hasta que sus pensamientos finalmente encontraron palabras. Escribió sobre cómo había dejado de lado sus pasatiempos, cómo siempre ponía a los demás antes que a sí misma, y cómo eso la hacía sentir a veces invisible, incluso para ella misma.
Pero luego, algo inesperado ocurrió. A medida que seguía escribiendo, también recordó las cosas que le encantaban antes. Recordó cómo amaba cantar cuando estaba sola, cómo disfrutaba dibujar, aunque no fuera experta, y cómo solía sentarse bajo las estrellas soñando con todo lo que quería ser. Página tras página, Luna no solo escribió sus frustraciones, sino también todo aquello que deseaba recuperar.
Con cada palabra, fue levantando los ladrillos de una casa que había descuidado mucho tiempo. Decidió que cada día encontraría al menos un momento solo para ella. Y así lo hizo. A veces, cantaba su canción favorita en voz alta mientras cocinaba; otras, dibujaba paisajes torpes en un bloc mientras tomaba su café. Pero el mayor regalo que se dio fue aprender a mirarse en el espejo con más ternura. No siempre era fácil, pero cada mañana, se recordaba a sí misma que estar ahí, frente a su reflejo, ya era un acto de valentía.
Meses después, Luna ya no huía de los espejos. Su rostro seguía siendo el mismo, pero su mirada había cambiado. Era la mirada de una mujer que se había reencontrado, una que entendió que amar a los demás no significaba olvidarse de sí misma.
Esa chispa en sus ojos, que antes apenas se veía, ahora brillaba fuerte. Luna aprendió que, aunque la vida puede ser ruidosa y caótica, el amor propio es el silencio en el que siempre puedes encontrarte.